LAS AMADO

Por Corallys Cordero

Buenos días, amor, amor, amor. Qué tiene tu cara. Que ha perdido el color, amor, amor. Y no dices nada, tarareaba Eloísa mientras pasaba el coleto por el piso de la sala.

Blanquita y Teresita se habían apoltronado con los pies en alto, como de costumbre, mientras leían las revistas de la semana y, de cuando en cuando, fisgoneaban el quehacer de Eloísa.

“Porcelanato italiano, dizque el mejor del mundo”, pensaba Eloísa mientras lo abanicaba con un cartón para que se secara más rápido. Según las hermanas Amado, había sido el último grito de la moda en la decoración. Hace muchos años, claro, porque hoy, ese montón de vetas negras, doradas, brillantes, que parecían estar en movimiento permanente, le provocaban vértigo apenas mirarlas. Ella no conocía las catedrales y monumentos arquitectónicos de los que solían hablar las Amado, pero si eran como el piso, bien había valido la pena no visitarlos, se decía.

—¿Limpiaste el bar chino, Eloísa? —preguntó Blanquita.

—Sí, mi doña. Ya lo limpié —respondió echándole una mirada al arcón de madera negra repujada con figuras de dragones, que no combinaban con las casitas marabinas, de techos rojos, colgadas en la pared. Mucho menos con los platos de porcelana holandesa y molinos azules que pendían en la otra esquina.

—¿Y la mesa de los zapaticos también la limpiaste? —preguntó Teresita sin apartar los ojos de la revista.

Allí se exhibían una centena de zapatitos, querubines, angelitos y demás recuerditos de porcelana de las bodas y bautizos, que habían atendido las Amado en sus mejores épocas.

—Sí, mi doña. También —respondió Eloísa, esta vez, poniendo la mirada en la mesa esquinera, redonda, vestida con un mantel de gobelino azul turquesa y ruedo bordado con un brocado de algodón blanco y bolitas colgantes. Allí se exhibían una centena de zapatitos, querubines, angelitos y demás recuerditos de porcelana de las bodas y bautizos, que habían atendido las Amado en sus mejores épocas. “Las pasadas, claro”, pensaba Eloísa. “Nada era más pavoso que esa costumbre de coleccionar piezas inútiles sólo porque eran el recuerdo de algún evento”, se decía. Las tarjeticas de papel vegetal con letras doradas, asidas con cintas de seda a cada pequeño objeto, lucían tan descoloridas como el alma de sus dueñas.

—¿Y el agua de los canarios? ¿La cambiaste, Eloísa? —dijo Blanquita.

—Sí, mi señora.

—Esa canción me recuerda a mi Pablo, Blanca. ¿Te acuerdas? Siempre me la dedicaba: Buenos días, amor, amor, amor. Qué tiene tu cara…. Sé que estabas enfadada. Pero no dijiste nada… ¡Ay, si nos hubiéramos casado!, no estaríamos aquí tan solas.

—Si no lo hubieras espantado —respondió Blanquita.

—¿Espantarlo yo? ¡No, qué va! Me espantó él a mí. ¿Qué es eso de llegar tarde y borracho? Fin de mundo.

—¿Y dónde se ha visto que la novia le cruce la cara al novio de una sola cachetada? ¿Qué modales son esos?

—A la conquista, Blanca. Era una conquista, no mi novio.

—Más a mi favor. ¡Si de conquista lo cacheteabas, que le quedaría para después de la boda!

—Eso mismo digo yo —dijo Eloísa torciendo los ojos.

—¡Eloísa! No sea igualada, esta conversación es de dos. ¡Váyase para la cocina a montar el arroz!

—Está mojado el piso, mi doña.

—La verdad es que sí —dijo Teresita por lo bajo y torciendo la boca—. Quizá yo fui muy impulsiva de joven. ¡Ay, mi Pablo! ¿Dónde estará? ¿Qué será de su vida?

—¿Dónde va a estar? Fuera del país como todo el mundo.

—Aunque, si te soy sincera, yo pienso que si de verdad me hubiera querido nos hubiéramos casado.

—Si se la hubieras dado…

—¿Blanca?

—¡Teresita!

—¿Te volviste loca?

Yo sí es verdad que no me voy de este mundo con telaraña entre las piernas.

—Me cansé de decirte que le dijeras con los ojos que sí y con la boca que no; pero tú: ¡nooo! ¡Siempre tan gazmoña!, no me hiciste caso. Yo sí es verdad que no me voy de este mundo con telaraña entre las piernas.

—¿Blanca?

—¡Teresita!

Eloísa se reía entre dientes y fingía limpiar los platos de porcelana con ribetes de oro que colgaban de la pared, dándoles la espalda a las Amado para que no pudieran ver sus muecas de asombro.

—¿Blanca? —musitó Teresita después de un prolongado silencio—. ¿Tú estás queriendo decir que tú, tú… tú?

—Sí, Teresita… yo, yo, yo… no me voy virgen de este mundo.

—¡Jesús, María y José! —dijo Teresita persignándose. Eloísa peló los ojos y volteó con disimulo—. ¿Pero con quién, Blanca, si tú nunca tuviste novio ni conquista ni nada?

—¿Con quién va a ser, Teresita? ¡Con un hombre!

—Pero, ¿quién?

Blanca miraba al techo y entrecerraba los ojos mientras Teresita, impaciente, se acomodaba en la poltrona.

—No pongas los pies en el piso que está mojado —dijo Blanca sin apartar la mirada del techo.

—Pero cuéntame, Blanca.

—Con el portugués, Teresita. ¿Te acuerdas? ¡Era bello!

—¡Ave María purísima sin pecado concebido! ¡Ese hombre estaba casado, Blanca!

—Pero no capado, Teresita.

—¿Y dónde, Blanca?

—Sobre el lavamanos, Teresita… en la trastienda del portugués, en la azotea, en el ascensor… donde se pudiera.

—¡Blanca!

A Eloísa se le cayó el plumero.

—Qué bien que lo hacía… el condenado —dijo Blanca suspirando.

—¡Con razón! Ahora entiendo por qué el con-de-na-do venía a cada rato a jugar cartas con papá.

—Cambia la música, Eloísa. Ponme Por debajo de la mesa, acaricio tu rodilla.

¿Te acuerdas de las Belloso? El hermano de ellas también era buen mozo. Pero qué va, nunca ni me vio.

Y es que no sabes lo que tú me haces sentir. Si tú pudieras un minuto estar en mí. Tal vez, te fundirías a esta hoguera de mi sangre. Y vivirías aquí, y yo abrazado a ti. Y es que no sabes lo que tú me haces sentir…

—¿Y las Belloso, Blanca? ¿Te acuerdas de las Belloso? El hermano de ellas también era buen mozo. Pero qué va, nunca ni me vio.

—También están fuera del país, Teresita. Me enteré porque las vi en las redes sociales. Viven en España. Allí montaron fotos donde aparecen todas desparramadas en la Plaza Mayor. ¡Toditas están gordas!

—¿Y las Franco Machado? ¿Esas no se habrán ido del país? Esa gente era de dinero, tenían propiedades.

—Viven en Miami, Teresita. Los hijos tienen un negocio de envíos. Esas aparecen en su perfil rociadas de nietas que posan con los deditos levantados y la lengua afuera. ¡Viejitas están todas! ¡Como unas pasas!

—¿Más viejas que nosotras?

—¡Más!

—Se ha ido todo el mundo —dijo Teresita por lo bajo—. Si nos hubiéramos casado, Blanca, a lo mejor también hubiéramos emigrado. Porque dime tú, ¿para dónde van a coger dos viejas inútiles y solas?

—Eso digo yo —murmuró Eloísa.

—¡Eloísa! ¿Qué le dije? ¡No se meta en conversación ajena! —la reprendió Blanquita.

—Perdón, mi doña.

—Se casaban las agraciadas y las que tenían dinero para pagar la dote, Teresita. No era nuestro caso. Tú tuviste la oportunidad y la cacheteaste.

—¿Cómo qué no? Nuestro padre era el di-rec-tor de la Oficina de Correos y nuestro apellido: ¡es de abolengo, Blanca!

—Con abolengo no se come, Teresita.

—Las Franco Machado, las Belloso, las Pomenta, ¡todas se casaron menos nosotras! Y esas eran todavía menos agraciadas que nosotras, más bien feítas.

—Pero tenían dinero, Teresita. Nuestro padre se jugaba el sueldo en el hipódromo todas las semanas.

—¡Baja la voz, Blanca! Que te pueden oír los vecinos.

—Como si eso no fuera un secreto a voces, Teresita.

—¡No, señor! Uno tiene que guardar la compostura.

—Las apariencias querrás decir.

—No lo sabía nadie —murmuró Eloísa—, sólo el ejército y los civiles.

—¿Qué dijiste, Eloísa?

—Que este angelito tiene un ala rota, señora Blanca.

—Déjalo allí, que yo lo arreglo.

—Debimos haber estudiado, Blanca —dijo Teresita en tono de lamento.

—En nuestro tiempo las señoritas de casa no estudiaban, Teresita. Se guardaban para el matrimonio.

—¿Te acuerdas cuando viajamos a Miami, Blanca?

—Ujú. Ya éramos unas doñas. El dólar estaba a cuatro treinta.

¿Te acuerdas las fiestas de fin de año que hacía mamá, Blanca?

—¿Te acuerdas cuando estábamos llenando la planilla de inmigración? En la casilla donde decía profesión, yo te pregunté, ¿qué pusiste tú, Blanca? Y me respondiste: “Periodista, puse que soy periodista. No voy a poner oficios del hogar”. Entonces yo me puse normalista, ni muerta ponía ama de casa. ¡Eso suena feísimo!

Eloísa se reía entre dientes.

—¿Te acuerdas las fiestas de fin de año que hacía mamá, Blanca? Mira esta mesa —dijo alzando la revista para ponerla a la vista de Blanquita—. Me recuerda esos días en que la nuestra la llenábamos de punta a punta con exquisiteces.

—¡Para que se hartaran los parientes pobres! ¡Cómo le gustaba a mamá invitar a esa gente a la fiesta de fin de año! Llegaban en cambote, ¡hasta a los vecinos se traían!

—¿Te acuerdas del vestido de mariposas de Lilita?

—¿Cómo no me voy a acordar? ¡Si era el mismo todos los años! ¿Y la estola de la madre? —dijo Blanquita haciendo morisquetas—. Dizque de mink y era más falsa que un billete de siete cincuenta.

—¿Qué se habrá hecho esa gente, Blanca? Después que murió mamá nunca más supimos de ellas.

—Ahora son mariscalas —dijo Eloísa mientras lustraba la tetera de plata.

Blanquita le lanzó una mirada fulminante a Eloísa, quien volteó a mirar los platos de porcelana de la pared, luego el jarrón chino de la esquina.

—¿Que ahora son qué, Eloísa? —dijo Teresita cerrando la revista.

—Mariscalas, mi señora. Por allá por Hoyo’e la Puerta por donde viven, ahora son las encargadas de distribuir las cajas de comida. Bueno, y aquí entre nos: deciden quién come y quién no. ¡Empoderadas, pues!

—Deberíamos contactarlas para ver si algún día podemos volver a comer lentejas.

—¡Blanca, hazme el favor y date tu puesto! En esta casa no entran limosnas del gobierno, ¡hazme el favor!

—Pero, Teresita… necesitamos proteínas.

—¡Que no, Blanca! Lo que me faltaba: humillarme ante esas, dizque ahora, mariscalas. ¡Esas sí que deben estar comiendo bien!

—Y deben tener papel toilette, Teresita. ¿Qué nos cuesta contactarlas?

—A quién Dios se la da, san Pedro se la bendice —murmuró Eloísa.

—Eloísa, ya se secó el piso. ¡Vaya para la cocina a montar el arroz!

Eloísa asintió y se fue haciendo morisquetas para la cocina, remedando a las Amado: “Si mi abuela hubiera tenido ruedas hubiera sido una bicicleta”, murmuraba, “y yo estaría rodando por el mundo. No aquí limpiando y arreando trastos viejos”.

—¿Blanca?

—¿Qué, Teresita?

—¿Cómo?… —carraspeó—, ¿cómo se hace eso sobre un lavamanos?