El trampolín

Por Corallys Cordero 

Yo me fijaba en sus pies, especialmente en los pies. Al igual que los míos estaban arrugados de tanto estar en el agua y me preguntaba por qué engurruñaba los dedos, tres veces, antes de saltar. Mi hermana mayor y yo soñábamos con lanzarnos del trampolín como lo hacía ese niño. De quien no conocíamos ni el nombre, solo sabíamos que mientras estaba en la piscina no paraba de lanzarse del trampolín. Yo incluso podía imaginar su caída en cámara lenta: el sol ardiente, el movimiento de sus dedos, el impulso, sus brazos rígidos, sus manos en punta y ¡zaz!, el chapuzón de cabeza que mojaba a todos con el salpicón. Hacía también maromas y payasadas antes de caer al agua, pero a mí me gustaba el tradicional lanzamiento de cabeza. 

—¡Vente, Nita! —intentaba distraerme mi hermana para que yo apartara la vista del trampolín. Ella, de niña, fue más juiciosa y temerosa que yo: cumplía las reglas, yo las cuestionaba. 

—¿Por qué no puedo lanzarme del trampolín? —preguntaba todos los viernes mientras íbamos en el trayecto hacia La Guaira. Mi papá me miraba a través del retrovisor y sus ojos pícaros —ahora entiendo— querían decirme algo que él no se atrevía a pronunciar y yo no sabía descifrar. 

—Porque no y punto —respondía mi madre y acto seguido mi abuela, como quien lee una cartilla, explicaba la razón. 

—Porque la hija de Renny se lanzó de un trampolín y quedó parapléjica. 

Esa historia nos acompañó en toda nuestra infancia. Renny Ottolina era el famoso presentador del Show de Renny, a quien mi abuela se refería como si fuese su pariente, pero solo lo conocía a través del televisor. Lo lloró como tal, cuando murió en el año 1978. 

El resto del trayecto me quedaba mirando por la ventanilla y refunfuñando el fastidio que me suponía ir al apartamento de playa, bajar a la piscina del edificio, y no poder lanzarme del trampolín. Hasta que veía las casitas de diferentes colores apiñadas en el cerro como en los pesebres de Navidad; entonces sí, me ponía a elucubrar la forma de violar la regla. Cómo y cuándo podría tomar ventaja y aprovechar la distracción de ellas para lanzarme del trampolín. Al atravesar el Boquerón I y II se me agitaba el pecho, ya estábamos cerca. Mi papá solía bajar la ventanilla «respiren, niñas, aire de mar», decía; yo creo que más bien quería empujar afuera la polución que se colaba por las rejillas del aire acondicionado mientras pasábamos los túneles. Pero sí, ese olor especial que tiene La Guaira entre polución y salitre era el inicio del descanso semanal en familia. 

La rutina era la misma: llegábamos el viernes en la noche al igual que otras familias caraqueñas, amigas de nuestros padres, que planeaban en la semana coincidir en El Palmar. Los adultos jugaban bingo, bolas criollas, pin pon o simplemente se instalaban alrededor de la parrillera a beber whisky. Mi abuela con sus hermanas y cuñadas, que también habían comprado apartamento en El Palmar, se iban directo a las mesas destinadas para jugar cartas. Y los niños que éramos bastantes, de a tres o cuatro por familia, permanecíamos en un inmenso parque que colindaba con todos los espacios recreacionales; dando carreras y turnándonos en los columpios. A mí me encantaba guindarme de las barras y de las ramas de los cocoteros para balancearme en ellas. Mi hermana mayor andaba siempre detrás de mí protegiéndome del peligro. Los hijos de los amigos de nuestros padres no nos caían bien, eran mayores que nosotras y a menudo andaban con chistecitos y burlas de mal gusto. Recuerdo con especial desagrado el día que nos dijeron quién era Santa. Se reían a mandíbula batiente de nuestra inocencia. 

Los sábados después del desayuno de una vez bajábamos a la piscina; a veces íbamos a la playa que quedaba enfrente del edificio y se conectaba con éste a través de un túnel. Mientras estábamos en la piscina comenzaba mi martirio: ver a los niños lanzarse del trampolín y yo allí como una tonta jugando con un salvavidas. En la tarde, después del parque íbamos a Los Dos Caminos a comer helados, así se llamaba el local que quedaba al cruzar la calle, en el que operaba una suerte de restaurant con abasto y tienda de conveniencia al mismo tiempo. Yo siempre escogía el de mantecado cubierto de naranja o el bati, bati, solo por la bola de chicle que traía en el fondo. Cada domingo, de regreso, me quedaba dormida pensando «la próxima vez será» y durante toda la semana imaginaba que yacía en mí la voluntad suficiente para hacerlo: «de que me lanzo, me lanzo», «la próxima vez, sí». 

Llegaron los carnavales y la junta de condominio de El Palmar planificó un montón de actividades para celebrarlos: torneo de bolas criollas, desfile de disfraces, maratones de ajedrez. Así que todos estaban entretenidos. A mi abuela —cosa rara— se le pasó sacarnos de la piscina a la hora acostumbrada. Quizá porque estaba ganando al póker se distrajo más de lo habitual. «Esta es mi oportunidad», pensé. «Es ahora o nunca», me decía. Me subí al trampolín y mi hermana corrió tras de mí. Lloraba y me suplicaba que no me lanzara, temblaba de miedo. Pobrecita, lamento haberla hecho sufrir tanto. Igual me lancé. Sin mover los dedos, sin calcular la distancia, sin ceremonia, ni aspavientos, obraba de prisa, antes de ser descubierta. El agua me entró por la nariz de manera abrupta, el golpe en mi barriga me produjo náuseas, los oídos se me taparon; pero la breve, brevísima sensación de caer al vacío, con el viento estrujando mi rostro, fue la más placentera que experimenté a mis ocho años. 

Mi hermana nunca se animó a lanzarse, mucho tiempo después lo lamentó. Especialmente cuando, ya de adultas, nos enteramos de la otra versión —nunca confirmada, pero quizá cierta—: la hija de Renny había quedado en silla de ruedas porque estando drogada, en medio de sus delirios, se lanzó a una piscina vacía, creyéndola llena.