El escribano del Rey

Por Corallys Cordero

—Por muy frondoso que sea un árbol nunca su sombra alcanza para todos —balbuceó el anciano moribundo entre sus espasmos.

—¿Qué dice, su señoría? —preguntó el escribano inclinándose para escucharle mejor.

El anciano no respondió, las vibraciones de sus manos cesaron, el vaivén de su cabeza paró. El silencio estremeció al escribano, «el viejo juez ha muerto», pensó y se levantó de su silla para atestiguarlo; pero para su sorpresa aún respiraba con parsimonia y un levísimo ronquido le acompañaba.

El escribano volvió a la mesilla que fungía de escritorio, tomó el cálamo, lo remojó en la tinta y comenzó a enumerar los pergaminos. Más de un año llevaba trabajando en ellos. Desde que los galenos auscultaron al anciano, porque su enfermedad se hacía notoria, lo mandó a llamar para dejar testimonio de su oficio. Él había sido el funcionario de más confianza del juez. Lo recordó como el hombre arrogante, implacable y docto en leyes que había sido y lo miraba ahora yacer allí, como un saco de huesos, en su lecho. Sometido por mucho tiempo a pinchazos y pruebas para concluir que una incomprendida patología, que algunos llamaron parálisis agitante, lo condenaría a una disminución progresiva de su sistema nervioso e indefectiblemente a la muerte.

El escribano sentía que el momento estaba cerca, así que apuró su trabajo para dejar cumplida la misión encomendada. Ordenó por fechas los casos y las acotaciones que el juez le hizo estampar. Una obra jurídica quedaría tras su muerte, le había dicho el anciano.

—¡Pueblo no tumba gobierno! —dijo de golpe el moribundo tras un ahogo.

—¡Su señoría! —Corrió en su auxilio el escribano.

—¡Venid! Voy a relataros el caso más importante que tuvimos en el tribunal.

El escribano acató la orden y movió la silla al pie de la cama y se dispuso atento a tomar las notas que le dictara el juez.

—¡Pueblo no tumba gobierno! —dijo, de nuevo, entre temblores—. ¡Habrase visto semejante ingenuidad!, pensar que pueblo tumba gobierno.

Su cabeza se agitaba en el aire y sus dientes rechinaban. El escribano consideró prudente llamar al cura para que le embadurnara la frente con el aceite bendito de la extremaunción, pero cuando se dispuso a salir de la habitación el juez le ordenó que tomara asiento y escribiera el último relato que tenía para sus memorias.

Era un secreto a voces que, en aquel pueblo cordobés con nombre de oveja, el comendador arrogante, tirano, lascivo, malvado, manipulador, soberbio e injusto —le hizo anotar fielmente todos esos adjetivos— tenía que ser defenestrado. Los labradores y pastores no merecían a semejante déspota como gobernante, pero por imperio de la ley su cargo era vitalicio. Así que su majestad, como verdadero estratega, salvó a ese pueblo pírrico de labradores de su quejumbroso destino y por fortuna, en un mismo golpe, asestó su grandeza mitificando en la conciencia colectiva una gloria que era solo suya. Los correveidiles fueron las piezas útiles del plan de su majestad. Fueron los que reunieron piedras, hachas, chuzos y agitaron a la turba enardecida para que sirviera de mampara a los objetivos superiores. Nadie vio la mano que empuñó en cuchillo que degolló al tirano. Esa era la orden de su majestad y en su lugar todos tenían que corear su culpa y aclamar su perdón. Esa es la verdadera historia. Todo fue por orden de la Corona. «Yo lo sé porque fui quien juzgó los hechos y quien ʻretocóʼ las actas procesales conforme a la voluntad de su majestad», dijo casi inaudible el anciano.

—¡Yo fui leal al Rey! ¡Defendí la monarquía! —resopló exhausto el moribundo escupiendo gotas sanguinolentas.

El escribano lo miraba con los ojos desorbitados. No estaba preparado para escuchar aquella confesión. Se acercó al anciano tratando de atisbar en su mirada algún rastro de delirio y tropezó con un gesto del juez soberbio que le confirmaba la veracidad de la historia. Un sopor se instaló en el dormitorio. La pasmosa certeza de la cercanía de la muerte agitaba el pecho, los hombros y la cabeza del anciano que no paraba de tambalear como si fuera a despegársele. Resoplaba y gemía entre sollozos. Un espanto parecía obrar dentro de él para moverlo a mayor velocidad. El escribano, entonces, colocó su mano helada sobre la tráquea del agonizante y no tuvo que hacer mucho esfuerzo para sentir las esquirlas de huesos frágiles desbaratarse.

—Yo también soy fiel a la Corona —musitó retirando con cuidado su mano y admirando los ojos exangües del juez—, más ahora que tengo la llave para mi ascenso. Ya no seré más el escribano del tribunal, ahora soy el escribano del Rey.